miércoles, 16 de julio de 2008

Carta de despedida de un españolito mileurista

Queridos amigos,

He estado dándole vueltas al asunto mucho tiempo y al final he tomado una decisión. Me piro. Me largo. Hasta luego Lucas. Esta misma mañana he comprado un billete de avión, sólo ida. Me voy a Dublín; el próximo lunes a estas horas oficialmente ya no viviré aquí. Dudo que os sorprenda la noticia; creo que todos vosotros habéis sufrido alguna de mis disertaciones nocturnas bañadas en gintonic. Si eres el afortunado o afortunada al que aún no he cogido por banda un viernes noche en el O’Donell y le he contado mis penas, lo siento pero tu suerte acaba de abandonarte.

Esto no era lo que nos habían prometido. Algo ha fallado. Somos demasiado jóvenes como para mirar al pasado con nostalgia y al futuro con resignación. ¡Joder, que apenas tenemos treinta años! La vida tendría que empezar ahora. Lo siento, me niego a pasar una noche más ahogando mis sueños en alcohol. Aún estoy a tiempo de hacer algo.

Es curioso, desde que he comprado el billete no dejan de asaltarme los recuerdos. Hace un rato me ha venido a la memoria una noche en que nos reunimos Javi, Ramón y yo a estudiar para un examen de cálculo. Por un momento he vuelto a aquella habitación destartalada del piso de Javi donde tantas horas pasamos. Era tarde; estábamos a oscuras a excepción de la pequeña lámpara en el centro de la mesa redonda empapelada de apuntes. Recuerdo que llovía a mares; teníamos la ventana entreabierta y el olor a tierra mojada se mezclaba con el humo de los cigarrillos y el aroma del café recién hecho. Debían de ser como las cinco de la mañana cuando nos quedamos sin tabaco. No teníamos ni un duro, así que nos dedicamos a poner la casa patas arriba en busca de dinero. Miramos en todos los cajones, bajo los muebles, dentro de los jarrones, en los bolsillos de la ropa sucia, incluso entre los almohadones del sofá. Al final nos hicimos con un buen puñado de moneditas mugrientas y salimos en peregrinación a la gasolinera, que estaba en la quinta puñeta. No teníamos paraguas. Las calles estaban vacías, pero de alguna forma parecían llenas de vida.

Todo tenía significado: la lluvia, la luz de una farola, un jardín, un árbol, un viejo portón de madera… El mundo estaba pintado con una paleta de sensaciones. Llegamos a la gasolinera y, entre risas, fuimos metiendo las monedas en la máquina de tabaco. Nos llegó justo para un paquete del más barato. Fuimos a guarecernos a un portal cercano, sacamos un cigarro cada uno y fumamos despacio. El humo formaba extrañas figuras que se perdían en la lluvia. Yo las seguía con la mirada y las imaginaba colándose por la ventana en la habitación de alguna chiquilla guapa y romántica que no podía dormir y que se pasaba las horas mirando al techo imaginándome a mí. Durante un instante nuestros alientos estarían unidos por finas hebras de humo. Lo pensaba y se me aceleraba el pulso.

Todo parecía tan posible, tan a nuestro alcance… Éramos tres chavales que no tenían ni donde caerse muertos, fumando el peor tabaco del mundo en una calle desierta la noche antes de un examen que íbamos a suspender, pero amábamos la vida. Nuestros corazones bombeaban sueños que nos corrían por las venas y nos hacían cosquillas en el estómago. Teníamos futuro, motivación, aspiraciones, posibilidades. Éramos libres y todo estaba por ver.

Luego llegó la hora de la verdad, o más bien de las mentiras. Tanto esfuerzo, tantas noches sin dormir, tantos años esperando a que empezase la vida, y de pronto miro atrás y descubro que aquello fue más vida que esto. ¿Cuándo ha sido la última vez que habéis sentido cosquillas en el estómago? Ahora todo está demasiado lejos y siempre es demasiado tarde.

Ahorramos energías, ahorramos tiempo, ahorramos dinero. No nos sobra ninguna de las tres cosas. Algún día, nos decimos. Pronto. Este año no va a poder ser, pero el que viene mejorarán las cosas. Llegará el ascenso, el aumento de sueldo. Bajarán los tipos de interés y al fin podremos relajarnos, dormir a pierna suelta, dejar de hacer horas extras. Ver un poco de mundo. Llevamos toda la puta vida sacrificándonos por un futuro que nunca llega. El mañana es la zanahoria que el sistema nos pone delante para que sigamos tirando del carro. Mientras, nuestros sueños se marchitan y el pelo se nos cubre de canas. Esa llama interior que calentaba las noches de invierno e iluminaba las calles desiertas ha acabado por apagarse. Ya no nos queda nada.

No, España no va bien, por mucho que nos lo repitan. Vivimos una triste farsa que día a día nos esforzamos en creer. Intentamos convencernos de que hemos conseguido todo aquello que el sistema nos prometió a cambio de nuestros años de sacrificio: un trabajo bien remunerado, una vivienda digna, tiempo libre, seguridad social, libertad de expresión, libertad de elección. Pero apenas nos dan unas migajas, a todas luces insuficientes. Y lo triste del asunto es que se nos induce a pensar que la culpa es nuestra. Esos señores de pétrea sonrisa que salen por la tele nos han hecho creer que todo está al alcance de la mano, que aquí de verdad hay oportunidades para todos.

Deberíamos sentirnos ultrajados pero nos sentimos fracasados. Quizás sea por eso que la gente finge ser feliz. Se avergüenzan de sí mismos, piensan que son los únicos que fuerzan las sonrisas. Creen que todos los demás son verdaderos triunfadores y que ellos son los únicos que piden créditos al banco para comprar un coche que no necesitan con un dinero que no van a poder devolver, sólo para que nadie piense que han fracasado.

Desde luego que la presión es mucha; cada día recibimos de media unos 300 impactos publicitarios, todos con el mismo mensaje: aún no tienes suficiente, aún no eres suficiente. El modelo de hombre que se nos impone es una especie de James Bond de físico perfecto que viste a la ultimísima moda, se mueve en coches de lujo y define su identidad a través del consumo. Un patriota siempre al servicio de su majestad que jamás cuestiona a sus superiores. A mí esto me parece la definición del perfecto gilipollas, pero resulta que en las películas las tipas se desmayan a su paso. Así que todos quieren parecerse al él. A la mujer se la invita a reivindicar con orgullo su derecho a parecerse cada vez más a Don Perfecto Gilipollas. Eso es igualdad, sí señor.

¿De verdad que pasamos diez horas en la oficina, dos en el coche, tres en el gimnasio, una en el estilista y otra en la tienda de ropa, sólo para poder entrar a un local de moda con nuestro bronceado de rayos uva, una camisa de seda, una cadena de oro, las cejas depiladas, los dientes blanqueados, las uñas sin cutículas y una dosis esnifable de autoconfianza, a pedir un Martini seco con vodka (removido, no agitado)? ¿Qué pasa entonces, alcanzamos la inmortalidad, la trascendencia, el Nirvana? ¿Se solucionan por arte de magia todos los problemas del mundo? ¿El espíritu de Nietzsche nos reconoce como el superhombre? Me pregunto si somos víctimas de la propaganda o si es que simple y llanamente somos imbéciles.

España va bien. Sí, hombre, sí. España lo que se va es a tomar por culo y yo no tengo intención de hundirme con el barco. Nos hemos lanzado de cabeza a la piscina capitalista y mientras contemplamos maravillados nuestro bonito reflejo sobre el agua, las pirañas neoconservadoras nos devoran los cojones.

Y parece que nos da igual; sólo nos importa la estética. Yo puedo llegar a entender la necesidad de estética cuando todo lo demás ya se ha alcanzado en la sociedad: una vez construida la casa de nuestros sueños, el siguiente paso es la decoración de interiores, la cerámica, el macramé, todo eso. Pero lo nuestro es de locos. Aún tenemos una casucha a medio hacer que ha costado sangre construir, y estamos vendiendo los cimientos para colgar un puto cuadro hortera de Andy Warhol. Al final se derrumbará todo el tinglado y millones de snobs quedarán sepultados bajo los escombros con sus camisas de seda y sus cadenas de oro y sus Martinis secos removidos, no agitados.

Ya sé lo que estaréis pensando algunos. Lo de siempre: que me caliento mucho el tarro, que un día me va a dar algo, que así no se puede vivir, que lo importante son las pequeñas cosas de la vida. Que esto es lo que hay. Lo comprendo, pero a mí por el momento las pequeñas cosas de la vida se me pegan al alma como una merluza al cristal de una ventana. Creo que he perdido la capacidad de sentir, y esto es una aberración. No, esto no es lo que hay. No quiero dejarme convencer. No me malinterpretéis; no es que el mundo se me haya quedado pequeño. No soy más guapo ni más listo ni me merezco más que nadie. No busco la gloria ni la fortuna ni ando persiguiendo paraísos utópicos. Sólo quiero salir al mundo, ver las cosas en perspectiva y, si es posible, recuperar el amor por la vida.

Así que, amigos, hasta aquí hemos llegado. Es jueves, son las dos de la mañana, está diluviando, y yo no tengo más que algo de dinero suelto y un billete de avión. Cuando os envíe estas palabras bajaré a la calle a fumarme un cigarro bajo la lluvia. El domingo saldré volando a perseguir el humo. Sé que en alguna parte hay una chiquilla guapa y romántica que piensa en mí, y ya la he hecho esperar demasiado.

Un fuerte abrazo de vuestro amigo.
Alfredo de Hoces

1 comentario:

Anónimo dijo...

Querido Alfredo, quiero felicitarte por tu escrito y sobre todo por tu determinación. Si yo tuviera tu edad creo que también me iría. Lo que no entiendo porque a Irlanda, Irlanda también es un país capitalista.